
Los colores de la Montaña: Niños, guerra y cine (Abril 2011)
Se le atribuye al novelista ruso León Tolstoy una frase que captura uno de los elementos esenciales del proceso de creación de una obra de arte: “Describe tu pequeño pueblo y serás universal.” Uno de los objetivos, conscientes o inconscientes, de los artistas es que sus obras puedan tocar emocionalmente a los seres humanos sin que importen sus lenguajes, sus lugares de origen, o los colores de sus pieles. La universalidad de una obra de arte constituye la prueba de su poder estético y emocional, la prueba del compromiso interno del artista que la ha producido. Músicos, escritores, y pintores luchan para crear piezas que cuenten con dicho poder. Y los cineastas no son la excepción.
Es posible que Carlos Cesar Arbeláez, director y escritor de “Los Colores de la Montaña”, haya creado exactamente eso: una película universal que muestra la historia específica de un grupo de niños campesinos en una vereda antioqueña, y a través de ellos, a través de la candidez de sus ojos, la tragedia de la guerra eterna de Colombia.
Manuel, Julián y “Poca Luz” (apodo para un niño albino de lentes gruesos) son los tres amigos protagonistas. Su única prioridad en la vida es ser niños y jugar fútbol en el potrero. Viven en una montaña de color verde con casas campesinas esparcidas sobre las mesetas, conectadas por caminos amarillos que suben y que bajan, mientras las vacas pastan y las gallinas picotean granos de maíz. Y alrededor de ellos sucede el mundo. Sus padres, los adultos, cuidan sus fincas y su ganado, van al pueblo cercano a comprar víveres y vender marranos, viajan en buses de escalera o en camperos envejecidos por la carretera. Pero por la carretera marchan también máquinas de guerra llenas de armas y soldados, camiones ruidosos que amenazan con las miradas de los hombres que llevan dentro, unas veces la mirada guerrillera rojo-sangre, otras veces la mirada paramilitar oscura y ciega. Por los cielos sobrevuelan truenos giratorios que ensordecen las noches, pájaros fantasmas que interrumpen los sueños en vez de cuidarlos.
Y es este el mundo más o menos estable que viven y disfrutan Manuel, Julián, “Poca Luz” y sus amigos de la escuela. Es el mundo en el que ríen y juegan con su inocencia de niños. Hasta que los adultos y los amigos comienzan a desaparecer o a despedirse porque se tienen que ir del pueblo por razones misteriosas. Hasta que un penalty hace volar el balón de Manuel más allá del arco de la cancha… dejándolo perdido, casi irrecuperable, en un potrero lleno de minas quiebra-patas.
Después de una década de nuevo cine colombiano, en la que muchos cineastas han contado historias que revelan diferentes aspectos de la tragedia social colombiana (la guerra, la pobreza, el narcotráfico), se alcanza un nuevo clímax narrativo y audiovisual con “Los Colores de la montaña”, precisamente la obra que no aborda el tema directamente, porque la tragedia colombiana no está en la mente de los niños. En sus mentes están sus amigos, el fútbol, los colores. Y el dolor para el espectador es saber que cuando esos niños y niñas sean adultos, desplazados hacia los peligrosos laberintos de las grandes ciudades y sus cinturones de miseria, las marcas de la guerra seguirán atormentando sus recuerdos y sus almas.
Con una selección perfecta de niños-actores, una fotografía que enfatiza la belleza de las montañas de Colombia (no su dolor), y un guión afinado y balanceado entre los inocentes puntos de vista de los niños y las penosas angustias de los adultos, Carlos Cesar Arbeláez, después de siete años de trabajo, ha conseguido crear una obra audiovisual que enviste las emociones del espectador sin recurrir a la crudeza de la sangre ni a las palabras vulgares, pero dejando claro que el miedo y la impotencia se han adueñado de más de medio país y de la mayoría de sus ciudadanos.
Mi madre regresa a casa con lágrimas en los ojos después de ver “Los colores de la montaña”. “Cómo puede ser que una película tan bella rompa el alma?” me pregunta. “Esa fue mi propia historia en 1950, la de tu papá en los años 30. Y todavía sigue pasando en Colombia, ahora que el siglo ya cambió. No te pierdas esa película!” concluye. Y todo me lo dice con una intensa mezcla de inocencia, nostalgia y melancolía. Esas emociones que sólo el arte puede provocar.